15 septiembre 2009

Lloraba a mares.

Y entonces ella permaneció allí tirada en el suelo viendo la gente pasar, como un pañuelo tirado en el suelo y mojado por la lluvia. Su cuerpo estaba completamente empapado, llovía con fuerza, y sus pestañas eran saladas. El pelo le caía sobre la cara que se tapaba con las manos.
Ya no estaba.
Era increíble la rapidez con la que la gente se viene y va, con la facilidad que ganamos y perdemos, la fragilidad de un corazón, lo difícil que se nos hace caminar a veces, mover un solo musculo, e incluso respirar sin ahogarse en sí mismo.
Había desaparecido. Unos minutos antes estaba ahí, con ella, ¿y ahora? Ya no había nadie.
¿Cuándo volvería?O quizá, ¿Volvería alguna vez? ¿Era un adiós o un hasta pronto? ¿La echaría tanto de menos como ella lo hacía? ¿Tendría las pestañas saladas? ¿Estarían pensando lo mismo en ese momento? ¿Era demasiado estúpida por pensar todo eso?
Y lloraba. Lloraba a mares. O quizá era la lluvia. O quizá ambas. Pero llovía salado, amargo, agrio. Quemaba. Se estaba quemando. O helando. No sabía si viva o muerta, si acelerada o adormitada.
Triste. Triste como ella. Ahora todo era triste. Triste como cuando los árboles no tenían hojas o... o como cuando ella se iba.