No recuerdo muchas cosas, no recuerdo muchas cosas importantes. A veces incluso me esfuerzo en llegar a ellas, sigo los caminos que mi mente ha trazado pero en algún momento del viaje el camino desaparece y me quedo en mitad de la nada.
Sin embargo, soy capaz de recordar detalles nada triviales sobre hechos nada relevantes. Soy capaz de recordarte de principio a fin. De llegar a cada día que (no) nos ha marcado y reconstruirte de nuevo. Soy capaz de recordarte tan fuerte que te huelo, que te tumbas a mi lado y me abrazas antes de dormir. Te pienso tan (tan) fuerte que me parece imposible que no me escuches.
Sí, es increíble lo que el cerebro humano es capaz de recordar. La selección de hechos que guarda para construir nuestra vida. Y supongo, que si aquello y no lo otro queda grabado, será, porque aunque no lo parezca, es relevante. Lo es, pero no lo sabemos. O quizá lo sabemos pero no sabemos por qué lo es, y quizá hasta dentro de muchos años no lo sepamos.
El otro día me comí una aceituna, algo que había realizado varias veces en los últimos dos meses en repetidas ocasiones. Una simple aceituna inmersa en un vaso de Martini. Y de repente, sin preámbulos, sin nada, allí estabas tú. No estabas en la aceituna anterior, ni en la del mes pasado, no. Estabas en esa, precisa, única. Estabas allí, a mi izquierda, apoyada en la barra. Y entonces recordé las cerezas, sí, las cerezas. Recordé que te gusta guardar el hueso de las cerezas en la boca durante horas, porque sí, sin ningún tipo de motivación. Recordé ese pequeño detalle estúpido que no sé por qué es importante, pero parece serlo.
Y a veces, en momentos así, me pregunto si no es que todo lleva a ti y no lo quiero saber.
Entonces escucho una canción, leo un libro japonés, veo una película de Woody Allen, como comida china, bebo un té con mucha leche y retengo huesos de aceituna en la boca un rato más mientras asiento en silencio.
"La música es tan frágil que los recuerdos quedan impregnados para siempre"
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